domingo, 10 de julio de 2011

Los Luminares

Hoy comparto con ustedes la Introducción del libro "Los Luminares" (Seminarios de Astrología Psicológica), de Liz Greene y Howard Sasportas, cuya lectura recomiendo de modo especial.


La palabra luminary, de acuerdo con el Chambers Twentieth Century Dictionary, significa, simplemente, "fuente de luz". Describe también a "alguien que ilustra cualquier materia e instruye a la humanidad". Así, en el mundo de la literatura o del teatro, un luminar es alguien de gran talento - un actor como Lawrence Olivier o un escritor como Thomas Mann - que mediante su excelencia define la norma a la que todos aspiramos. Un luminar es alguien que sirve de ejemplo, encarnando lo mejor que se puede lograr.

En una astrología más temprana y más poética, al Sol y la Luna se los llamaba los Luminares o, alternativamente, las Luces. Cabe preguntarse qué son estos luminares, estos "instructores" ejemplares que llevamos dentro y que definen, cada uno en su dominio, la norma interna a la que aspiramos como individuos. En el pasado, la astrología interpretó los emplazamientos planetarios como una especie de dato inamovible, como la forma en que estamos hechos. Del Sol y de la Luna se dice, por lo tanto, que representan las características esenciales que definen de forma irrevocable la personalidad individual. Pero cualquier factor astrológico es también un proceso, porque cuando se lo ve a través de la lente de la penetración psicológica, el ser humano no es algo estático, sino que se mueve a lo largo de la vida en un proceso interminable de cambio y evolución.  Un emplazamiento astrológico describe una flecha que apunta hacia alguna parte, una energía creativa que gradualmente recubre de carne los huesos pelados de la pauta arquetípica, un movimiento inteligente que, con el tiempo, va llenando los austeros bocetos en blanco y negro del mito esencial de la vida con los colores sutiles de la experiencia y de la opción individual. Los luminares son, en el horóscopo, auténticos instructores, que reflejan lo que podríamos llegar a ser un día, presentando de forma simbólica lo mejor que podemos lograr.

Los seres humanos nacemos sin terminar. Comparados con otras especies animales, llegamos prematuramente al mundo, y durante muchos años dependemos de otras personas que puedan asegurarnos la supervivencia física y psicológica. Recién salido del huevo, el pequeño cocodrilo tiene dientes capaces de morder, un cuerpo totalmente coordinado que puede correr y nadar, y un desinhibido instinto agresivo que le permite buscarse la vida y lo protege de otros depredadores. Pero nosotros, el magnum miraculum de la naturaleza, de  quienes  Shakespeare  dijo  que   "lloriqueamos y vomitamos en brazos de la niñera" -desdentados, débiles, descoordinados e incapaces de alimentarnos solos -, somos, al nacer, víctimas potenciales, porque si nadie nos cuidase, nos moriríamos. Expulsados del Edén, que es el útero, sin contar con elementos tan básicos como nuestro propio coche, nuestro propio piso y nuestra propia tarjeta de crédito, necesitamos una madre o una madre sustituta de quien podamos depender, y esta inmediata y absoluta dependencia física da origen a un apego emocional profundo y duradero a esa fuente primaria de vida, apego que no tiene otro contrapeso que nuestros posteriores esfuerzos por separarnos de ella. Y como en el comienzo la madre es todo nuestro mundo, empezamos a percibir el mundo a la luz de nuestras primeras experiencias de ella, y aprendemos a ser nuestra propia madre de acuerdo con el ejemplo que ella nos dio. Si ella es un contenedor seguro que puede satisfacer en la medida suficiente nuestras necesidades básicas - la "madre suficientemente buena" a que se refiere Winicott -, llegamos a ser adultos que confían en la vida y estamos convencidos de que el mundo es, en lo esencial, un lugar que nos apoya bondadosamente, porque hemos aprendido, por el ejemplo de nuestra madre, a ser bondadosos con nosotros mismos y a apoyarnos. Pero si se denigran o manipulan nuestras necesidades o, simplemente, no se hace caso de ellas, entonces nos convertimos en adultos que creen que el mundo está lleno de enemigos de una fuerza y una astucia sobrehumanas, y pensamos que la vida no favorece nuestra supervivencia, porque nosotros mismos no la favorecemos. Nuestra madre nos da el primer modelo concreto del instructivo cuidado de uno mismo que significa la Luna, nuestro primer ejemplo de lo que es posible lograr. Pero la Luna, el luminar que nos enseña a cuidar de nosotros mismos de acuerdo con nuestras propias y peculiares necesidades está en última instancia dentro de nosotros, y puede enseñarnos -si nuestra experiencia inicial no fue "suficientemente buena"- a sanar nuestras heridas, de modo que finalmente podemos confiar en la vida.

La diferenciación de nosotros mismos como entes por derecho propio, relacionados con nuestra madre pero diferentes de ella, es el anuncio de nuestro nacimiento psicológico. Hay algo dentro de nosotros que lucha contra la total dependencia y la fusión de la infancia, y que nos va guiando por el camino largo y espinoso que nos lleva a convertirnos en seres independientes con poder sobre nuestra propia vida. Y esto no es cuestión simplemente de que nos salgan dientes y aprendamos a morder a otros cocodrilos. El Sol, el luminar que nos instruye en los ritos y rituales de la separación, nos atrae con el gran misterio del "yo", la reluciente promesa de una personalidad distinta y auténtica, que sea diferente de las otras y que tenga no sólo el ingenio necesario para sobrevivir, sino también la capacidad de llenar la vida de significado, sentido y alegría. Tal como nos lo presenta el viaje del héroe arquetípico, el pasaje de la dependencia de la madre a una existencia independiente, en lo interior y en lo exterior, está erizado de miedos y peligros. La unidad con la madre es bienaventuranza, es el capullo intemporal y eterno del Jardín del Paraíso, donde no hay conflicto, soledad, dolor ni muerte. Pero la autonomía  y la autenticidad son solitarias, porque, ¿y si nadie nos ama? Además, ¿de qué sirven tanta lucha y tanta angustia si un día, como todas las criaturas vivientes, hemos de morirnos? Al parecer, nuestros maestros interiores, como Marduk, el dios babilónico del fuego, y su oceánica madre Tiamat, están trabados en mortal combate. O, como dice el poeta Richard Wilbur: "Esta planta querría crecer y seguir siendo semilla, / desarrollarse y sin embargo escapar / del destino de adquirir forma...".

Se ha dicho que la historia es el relato del despliegue de la conciencia. Así como nuestra historia personal se inicia con la salida del niño de las aguas uterinas, también la historia mitológica del universo comienza con el dios o el héroe solar que emerge triunfante del cuerpo de la Gran Madre primaria. La batalla del héroe con la madre (el dragón) y su definitiva apoteosis en brazos de su padre divino no son, ciertamente, el final de la historia, ya que en última instancia debe regresar de las alturas olímpicas para unirse, en su condición de ser humano, con su complemento femenino, transformado -merced a los esfuerzos del héroe- de dragón en mujer amada. Pero el héroe solar que llevamos dentro, dispuesto a la lucha durante un tiempo (que es a veces el tiempo de una vida), es ese luminar interior que orienta la emancipación del ego de las compulsiones ciegas e instintivas de la naturaleza hasta que se convierte en "mi" luz, inicialmente solitaria, pero realmente indestructible.

El Sol y la Luna simbolizan dos procesos psicológicos básicos, pero muy diferentes, que actúan dentro de todos nosotros. La luz lunar que nos seduce para hacernos volver a una fusión regresiva con la madre y a la seguridad del contenedor urobórico es también la luz que nos enseña a relacionarnos, a cuidar de nosotros mismos y de los demás, a pertenecer, a sentir compasión. La luz solar que nos conduce a la ansiedad, el peligro y la soledad es también la luz que nos instruye sobre nuestra divinidad oculta y -tal como lo expresó en el siglo XV Pico della Mirandola- sobre nuestro derecho a ser orgullosos cocreadores del universo de Dios. Encontrar un equilibrio viable entre estas dos luces, una coniunctio alquímica que rinda honor a ambas, es el trabajo de toda una vida. La diferenciación del yo a partir de la fusión con el mundo de la madre, de la naturaleza y de lo colectivo nos permite alcanzar la razón, la voluntad, el poder y la capacidad de elegir, y en términos históricos esto ha generado los notables adelantos sociales y tecnológicos de nuestra cultura occidental del siglo XX. Podemos idealizar el distante pasado de un mundo matriarcal más "natural", pero cuando consideramos lo que había entonces para ofrecer -una esperanza de vida de veinticinco años, un total desvalimiento frente a la enfermedad y las fuerzas de la naturaleza y un desprecio absoluto por el valor de la vida individual - podemos apreciar mejor cuál es el don que nos ha concedido nuestro instructor solar durante el largo viaje evolutivo que hemos realizado desde que salimos de la caverna madre. Sin embargo, tal vez hayamos ido demasiado lejos, a expensas del corazón y del instinto; y nuestro ciego maltrato de la madre tierra nos ha llevado al borde de un abismo ecológico. Con los ojos fijos en el resplandor de la luz solar, nos hemos disociado míticamente de la madre en vez de diferenciarnos de ella, y así como una vez estuvimos a su merced, ahora ella está en igual situación ante nosotros... tal como lo están nuestros cuerpos y nuestro planeta. También en nuestra vida personal parecemos estar todavía luchando por conseguir ese equilibrio rítmico que se refleja en la danza cíclica del Sol y de la Luna en los cielos. Jung decía que si algo anda mal en la sociedad, algo anda mal en el individuo; y si algo anda mal en el individuo, algo anda mal en mí. "Mí" se refiere tanto al Sol como a la Luna, dos maestros interiores que, debido a sus peculiares emplazamientos en cada carta natal, nos proporcionan nuestras personales normas de excelencia en lo que se refiere al cuerpo, al corazón y a la mente, y nuestros modelos personales de lo mejor que podemos lograr para el despliegue del espíritu y el alma. Por más poderosos que puedan ser en la carta natal los planetas más lentos, en última instancia son el Sol y la Luna los que deben canalizar y dar cuerpo a esas energías, y modelarlas en la experiencia y la expresión individuales. Entender que el Sol y la Luna son descripciones de rasgos de carácter no es más que empezar a entender la astrología; sin embargo, cultivar lo que simbolizan los luminares de modo que lleguemos a ser vasijas adecuadas para contener lo que hay dentro de nosotros puede ser el mayor reto que hemos de afrontar y el mejor logro que podamos alcanzar en una vida individual.

Liz Greene
Howard Sasportas
Londres, noviembre de 1991


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